Hay algo grabado en nuestro cerebro a fuego, como un antiguo lenguaje que todos los seres humanos sabemos descifrar.
Y ese código secreto no es otro que las historias.
Nos estamos contando historias desde hace miles de años. Con bastante probabilidad, muchas de ellas empezaron junto al fuego, por la noche. Tal vez en una cueva o en algún lugar resguardado. Podemos imaginarnos cómo surgieron los primeros mitos, las primeras leyendas. Exageradas, llenas de mítica y épica. Con personajes, con trofeos y tragedias. Con lágrimas, con sangre, con tragedia, muerte y alguna resurrección. Podemos imaginar a los más hábiles con la palabra captando la atención de su círculo. Con los demás alrededor escuchando atentamente esa narración, esa historia.
Sí, son las historias las que nos ayudaron a desarrollar el lenguaje, la comunicación y nuestra capacidad de vivir en comunidad. Son las historias el código que nos está conectando desde hace miles de años. Y las historias tienen diferentes componentes, pero hay uno que indiscutiblemente no puede faltar nunca: las emociones. Tristeza, ira, miedo, rabia, odio o terror. Y también ilusión, amor, sorpresa o admiración. Y más, muchas más.
Son las historias, y no otro elemento, el que nos conecta directamente con lo que somos, con lo más profundo de nuestra identidad. Son las historias los resortes que mueven nuestro pensamiento, el vehículo sobre el que viaja el mensaje.
Las historias tienen la capacidad de activar cierta parte de nuestro cerebro relacionada con tomar decisiones, con pasar a la acción o simplemente cambiar de idea.
Eso no se consigue, en cambio, con un PowerPoint lleno de slides más cutres que meter el clip del Word.
Tampoco se consigue vomitando datos uno detrás de otro, haciendo una infumable montaña de basura matemática.
Y desde luego no se consigue con el yo, yo, yo y más yo.
En algún rincón de nuestro cerebro está instalado un programa que conoce perfectamente cómo decodificar una historia.
Sabe cómo aprender, en qué fijarse y en qué punto están las lecciones que se puede llevar.
Nuestro cerebro está diseñado para discriminar más información de la que procesa. Es un mero ejercicio de supervivencia. Si lo piensas, tu cerebro no ha registrado cómo exactamente has llegado hasta tu mesa. O el número concreto de semáforos que has visto hoy. O el color preciso del cartel que vemos tan solo un instante. No registra todo eso porque es información inútil, que no necesita para conseguir que lleguemos al final del día.
Pero, en cambio, sí se fija en las historias. Y mucho. Porque tiene el código grabado de forma permanente.
Por eso es por lo que los que nos dedicamos a estas cosas de hablar en público insistimos tanto en la necesidad de contar historias.
Mira, vamos a desvelar algo incómodo.
Los científicos son, sin lugar a dudas, los que más peso le dan en sus charlas a los datos, a la fría información. Y es natural, su mundo, el de la ciencia, se basa justamente en eso. Toda la lógica que soporta su trabajo no se basa en otra cosa que en datos contrastados.
Además sucede algo más. Algo que también sucede al más mindundi. Da igual los papers que hayan publicado. Da igual si ya tienen el Doctorado o la Cátedra. A las mentes más brillantes les pasa algo que todos conocemos bastante bien: el síndrome del impostor. Así que muchos, demasiados científicos, inflan de datos sus presentaciones para quedar bien, mejor que bien, ante sus iguales.
Sin embargo eso de cargar de datos una presentación es justo lo contrario de lo que es más efectivo para que el cerebro de nuestra audiencia descifre lo que hemos venido a contarle.
Por eso, cuando ayudamos a preparar charlas científicas es cuando más trabajo tenemos desde el punto de vista de estructura de la charla. Prácticamente es como coger un mazo y derribar un sólido muro, quitar los escombros y construir una preciosa y decorada pared.
Porque para contar una teoría, un plan, un experimento o unos resultados también vas a necesitar tener un relato, una historia.
Sobre cómo contar historias hay mil formas, creatividad al poder, ya sabes. Nosotros nos fijamos en su momento en el Viaje del Héroe, la que es seguramente la estructura narrativa más popular de todos los tiempos. La ves en la Biblia, en Star Wars y en los libros de Harry Potter.
En cambio, en el mundo profesional nos olvidamos de los principios elementales de la narrativa. Nos olvidamos de eso que tiene nuestro cerebro bien guardado. Nos olvidamos de los códigos secretos de la comunicación y nos confiamos a los datos.
Y, aquí vienen las malas noticias, eso solo lleva al desastre, a que tu charla sea un completo fracaso.
Lo peor de todo es que todos se dan cuenta cuando una charla es mala. Lo sabe el que escucha y lo sabe el que habla. Crea incomodidad, en ti y en la audiencia. Genera nervios, más estrés del que necesitas en ese momento y te crea la idea de que tú no vales para eso. Que no es lo tuyo, que te da miedo, que te da vergüenza. Así que la próxima vez que te proponen o te piden hablar en público sientes terror semanas antes de hacerlo.
El cambio es claro. Datos, no. Historias, sí.
La charla recomendada
Todo lo que podamos decirte sobre Hans Rosling se va a quedar corto. Es una de las personas que con sus charlas más ha hecho por la difusión de las TED Talks. Fue, lamentablemente murió hace pocos años, un maestro en el arte de la oratoria.
Hans Rosling, que estudió medicina, se especializó en estadística relacionada con la salud. Se nos ocurren pocos temas más relacionados con datos que la estadística. Sin embargo sus charlas son apasionantes, llenas de energía, chispa e historias. Esta en concreto que te traemos hoy es una auténtica perla.
Nos habla de su madre, y de su abuela. Y en pocas palabras todos podemos captar la emoción de las dos frente a una… lavadora. Podemos imaginar rápidamente las historias de mujeres lavando a mano años y años. Soportando el frío y la dureza del trabajo a partes iguales. Se nos hace fácil entender la emoción que pudo suponer esa primera lavadora.
Una lavadora que consigo trajo… (no haremos spoiler, para saber el final deberás ver la charla)